Con los capítulos finales de Saenai Heroin no Sodatekata, o Saekano, me llevaron de vuelta a cavilar sobre lo que significa ser otaku y lo que hay alrededor de ello. Tomoya Aki y el círculo Blessing Software no son sino una de las más recientes encarnaciones de este fenómeno, pero guardan características únicas que nos permiten reconsiderar algunos aspectos. Para discutirlo, me valdré de uno de los ejes propuestos por Thomas Lamarre en su artículo Cool, Creepy, Moé: Otaku Fictions, Discourses, and Policies, publicado en 2013. Lamarre propuso examinar el “fenómeno otaku” en tres registros; pero, para este texto, sólo me apoyaré en el primero: la represión de deseos e identidades otaku.
Es preciso recordar que una percepción todavía muy extendida es que los otaku son “repulsivos” e “infantiles”. Estas características, sin importar hasta qué punto puedan ser ciertas en cada caso, producirían en los demás reacciones de rechazo que variarán en cuanto a forma y gravedad: desde la incomprensión y la mofa hasta el ostracismo. Lamarre piensa que una posible defensa contra el rechazo sería la configuración de una “doble vida” y cita un caso ampliamente conocido: Kirino Kôsaka (Oreimo).
En Saekano, este elemento sigue estando presente. Basta recordar que Tomoya aún resiente que Eriri lo haya abandonado por esa razón, varios años atrás. Aunque se considera a sí mismo como una especie de marginado, está orgulloso de ser otaku y aún no puede perdonar que Eriri haya renegado de sí misma en el momento en que era su única aliada. Arrepentida, Eriri desarrolló en las sombras una identidad acorde que, esperaba, poco a poco la acercaría de nuevo a Tomoya. Ella sería la “amiga de la infancia”.
Sin embargo, Eriri no es la única otaku alrededor de Tomoya: desde un ámbito creativo distinto, Utaha también tiene una historia que lo involucra. A él debe, en gran medida, el éxito de su propia obra, pero eso no quiere decir que su relación carezca de ambivalencias. Igual que Eriri, Utaha desarrolló su talento proyectándolo en él; en las expectativas que ella imaginaba que tendría. En eso coinciden ambas, pero, ¿cómo reacciona él a sus avances?
Es notable lo mucho que Tomoya se resiste. No desconoce el potencial sexual de sus compañeras –ni siquiera el de Megumi, que es mucho menos directa–, pero insiste en aferrarse a privilegiar su identidad como otaku mediante una constante ficcionalización de su realidad. El juego, desde la escena seminal de la colina, se fue convirtiendo en el depósito de sus experiencias reales. Si lo pensamos bien, es una relación perversa: convence a sus compañeras de desplazar sus deseos e identidades en sus respectivos dibujos y argumentos; y todo en favor de una tercera, Megumi.
Desde el punto de vista del espectador, series como Saekano están dirigidas, principalmente, al público masculino. Parte de su atractivo se basa en que, citando a Lamarre: “proyectar la represión del deseo otaku en personajes femeninos permite al consumidor varón disfrutar de la represión por medio del desplazamiento”. Esto quiere decir que nosotros nos identificamos con él y con ellas en distintos grados y disfrutamos vernos representados de alguna manera. Después de todo, ¿quién no querría estar en los zapatos de Tomoya?
Siguiendo la postura crítica feminista, Lamarre cree que esta estrategia representa una dinámica de poder que actualiza la predominancia masculina. Aunque a veces no lo parezca, Tomoya ejerce una posición dominante en el centro del harem y su contínua frustración de los avances de las féminas no hace más que reafirmarla. Si Tomoya se rindiera al impulso sexual, la historia sería completamente diferente (y el juego, naturalmente, no existiría).
La erotización del protagonista –sugiere Lamarre– lo llevaría a perder su posición de poder. Esto quizá podría ser cierto también para Tomoya, pero no es la única explicación. Detrás de su insistencia en conservar su imagen prístina de otaku, lo que hay en primer lugar, es una cobardía palpable. Si aceptara los sentimientos –y las intenciones– de cualquiera de las chicas no sólo se vería despojado de su poder: no sabría qué hacer. Esto, empero, no quiere decir que no lo desee.
Megumi provee un giro interesante, pues es a ella a quien Tomoya quiere ficcionalizar con más ahínco. La desea, pero la única manera en que puede apropiarse de ella es mediante la ficción. Esto es, volverla su heroína, no su novia. Lo que él interpreta como un “carácter sin desarrollar” es, en realidad, una personalidad que no puede contemplar en su totalidad, mucho menos fraccionar.
No obstante, los motivos de Megumi son inciertos. ¿Por qué aceptó participar de ese disparatado proyecto? ¿Por qué continúa? Para mí, Megumi, juega el papel de llevarle la contraria; es decir, de dar realidad a su ficción.
La paradoja del poder obtenido mediante una cobardía subrepticia, enfrenta un formidable oponente en ella. No es tanto que tenga un poder especial para desbaratar la fantasía; es que Tomoya no tiene nada, el talento no le pertenece. Y ella, por su parte, puede entrar y salir de la ficción conservando cierta coherencia. Su perspicacia le permite darse cuenta de la verdadera situación de sus compañeros de círculo y su actuación, aparentemente inocente, tiene mucha más influencia de la que se esperaría. En el fondo, Saekano podría interpretarse como una crítica a los propios otaku; un señalamiento de algunas de sus propias flaquezas, hecho en su propio terreno. No es una apología –como sí lo fue Oreimo–, pero tampoco es un retrato tan crudo como NHK ni Yôkoso.
Es una crítica, si se quiere, positiva: valida los elementos creativos al tiempo que ofrece otras alternativas. Como si dijera que ser otaku, por más cool que pueda llegar a parecer (?), no necesariamente implica ser sólo otaku. La vida, la amistad y el amor pueden ser eso y mucho más.
Saenai Heroin no Sodatekata está disponible mediante el servicio de Crunchyroll.